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“Me mataron a mi hija, me la mataron” grito de Ale, desgarrador, que apachurra el corazón

Que dolor tan grande el de una madre atribulada, una madre que se despertó con la noticia de que a su adorada hija ya no la llamaría más para decirle “te amo, mamá”.

Óscar Tapia Campos

MORELIA, MICHOACÁN, MÉXICO, A 20 DE MARZO DE 2023.- Ayer se me apachurró el corazón al ver a una madre devastada, doliente, atribulada por la muerte de su hija, una jovencita en la flor de su juventud, quien había hecho el viaje desde su natal Tacámbaro tras el sueño americano. Un sueño que terminó el lunes anterior porque fue muerta en la Base Militar de Texas, en Estados Unidos, donde prestaba sus servicios como soldado de la armada de ese país.


Se me apachurró el corazón, porque Alejandra Ruiz, la madre de Ana Fernanda Basaldúa, se iba y regresaba de y a la realidad cruda de este mundo, su mundo en el que ya no está su amada hija, su niña alegre, amigable y solidaria. Por eso, Ale, por instantes, se veía como ida, con la mirada en ninguna parte, con los ojos llorosos; luego recobraba la conciencia y rompía en un llanto desgarrador.


Alejandra, esa señora alegre, sonriente, solidaria era otra. Había perdido la luz de su sonrisa, estaba inerme, sin brillo en la mirada, su voz surgía como torrente que se estrella en los arrecifes: “me mataron a mi hija, me la mataron”; luego inclinaba la cabeza y volvía a salirse de este mundo, se quedaba allí, como hipnotizada.


Que dolor tan grande el de una madre atribulada, una madre que se despertó con la noticia de que a su adorada hija ya no la llamaría más para decirle “te amo, mamá”. Que terrible sufrimiento saber que su retoño, ese que se preparaba para hacer carrera en el ejército en áreas de la ciencia ya no volvería a estar con ella y ya no volverá a sentir su abrazo, ni sus besos, ni sus caricias.


Sí, aunque esté curtido en los fragores del día a día de esta profesión tan demandante del periodismo, hay veces que no puedo evitar que se me apachurre el corazón, que se me haga un nudo en la garganta y tenga que hacer un esfuerzo enorme para que no se me escape un torrente por estas ventanitas diminutas que son mis ojos.


Ver a Ale así, tan desvalida, tan sin ser ella, cala muy hondo. Claro que cala, duele, apachurra, porque resulta inadmisible que a su hija le hayan quitado la vida y que a ella le hayan quitado a su hija, que la hayan devastado así, siendo que Ale siempre ha sido una mujer positiva, propositiva y solidaria, buena, como gente buena era Ana Fernanda, por eso tanta gente las ha querido.


Ante un cuadro así, de una madre devastada, resulta imposible no sentir que el corazón se apachurra, se encoge. Imposible ya resulta no sentir que corre una lágrima silenciosa al ver un cuadro en la intimidad de la familia, altar en el que está la foto de la soldado muerta y abajo, cerca de ese cuadro, un abanico de beatos, santos, vírgenes, cristos y una rosa rosa.


“Me mataron a mi hija, me la mataron” es el grito desgarrador que apachurra el corazón, grito que surge del enorme dolor de Alejandra Ruiz, esa buena mujer que ya no volverá a ser quien era. Ya no. Imposible. Así sea.

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